EL MAR NO ES UN PAISAJE
INTRODUCCIÓN A LA POESÍA DE AMPARO CARBALLO BLANCO
EL CONTEXTO (1 de 22)
Amparo Carballo Blanco nació en Ponferrada en 1955 y en tal ciudad reside. En mil novecientos cincuenta y cinco España ingresó en la ONU; en el campo literario fue el año de la muerte de Ortega y Gasset y del poeta José Moreno Villa; Gabriel Celaya publicaba Cantos iberos y Blas de Otero, Pido la paz y la palabra. Puede decirse que era el momento de auge de la “poesía social”, si bien asomaba en el horizonte una generación nueva, la llamada del 50 o del medio siglo; en efecto, en dicho año cincuenta y cinco aparecían los primeros libros de José Agustín Goytisolo y José Ángel Valente, El retorno y A modo de esperanza, respectivamente. Cuando en 1993 Amparo Carballo publica su primer libro, Tiempos en la misma voz, la situación ha cambiado de forma absoluta. El franquismo es ya historia, la democracia se ha instalado como forma de gobierno, el Partido Socialista triunfa en las elecciones legislativas y, en el campo de la poesía, contienden diferentes tendencias, si bien premios y apoyos institucionales y críticos parecen coincidir en privilegiar a la llamada “poesía de la experiencia”, en la cual caben libros como El hacha y la rosa, de Luis Alberto de Cuenca y Acaso una verdad, de Andrés Trapiello, los dos publicados precisamente en 1993.
Tracemos brevemente la pequeña historia.
Hacia 1975 la “estética veneciana” de los novísimos puede darse por terminada, al menos en sus rasgos más sorpresivos (culturalismo y esteticismo, discurso metapoético y actitudes vanguardistas). Los mismos novísimos han evolucionado y, en coincidencia con dicha evolución, aparece una nueva generación de poetas, la que en León representaban los componentes del grupo “Barro”, con poetas como Julio Llamazares y Mercedes Castro, entre otros. El cambio producido se podría traducir con el lema “del culturalismo a la vida”, lo que significa que remite la exhibición libresca y erudita de los novísimos a favor de una mayor atención al hombre histórico, con lo que ello conlleva de nueva humanización, temporalización de las vivencias y acercamiento al lector común. Tal cambio se produjo como una evolución suave, sin estridencias; no vino acompañada de rechazos violentos ni de proclamas, pero, a la larga, acabó instaurando un nuevo paradigma estético que traía consigo una concepción diferente de la poesía, nuevos modelos y lecturas y una distinta actitud ante el lenguaje. El cambio no fue obra únicamente de los poetas jóvenes; a él contribuyeron los novísimos mismos y, en general, sus compañeros de generación, cultivaran o no la “estética veneciana” y publicaran temprana o tardíamente. A partir de 1980, aproximadamente, hace su aparición una nueva promoción que no se siente “novísima” ni por edad ni por concepciones y prácticas poéticas. Se trata de poetas como Andrés Trapiello (1953), con Junto al agua (1980), Antonio González-Guerrero (1954), con El peso de mi sombra (1980), José Luis Puerto (1953), con El tiempo que nos teje (1982)... Algunos años después publican su primer libro Justo Navarro (1953), Los nadadores (1985), Margarita Merino (1952), Viaje al interior (1988), Ildefonso Rodríguez (1952), Mantras de Lisboa (1986)... Poetas más jóvenes, como Julio Llamazares, Tomás Sánchez Santiago, Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes, Blanca Andreu, Concha García y Juan Carlos Mestre se darán a conocer a fines de los setenta o muy a principios de los ochenta. Sería la promoción a la que, por edad, pertenecería Amparo Carballo Blanco, que, sin embargo, apareció en libro tardíamente: Tiempos en la misma voz se publicó en 1993, cuando la “poesía de la experiencia” es, al parecer, la corriente dominante, sin que ello ahogue otras corrientes fértiles y acaso de mayor rentabilidad futura.
En efecto, en los últimos quince años de poesía, a partir de 1985 aproximadamente, la poesía realista, figurativa o de la experiencia resulta ser la corriente mayoritaria por el número de poetas que la cultivan, por la coincidencia de nombres de distintas generaciones y por el impulso que recibe desde diferentes instancias. De esta forma, el campo de la poesía española parece haber quedado dividido en dos grandes parcelas: por un lado, la poesía realista; por otro la poesía experimental. La poesía realista acogería bajo su amplio manto la propiamente llamada poesía de la experiencia (García Montero, Benítez Reyes, Marzal, etc.), la poesía elegíaca (Sánchez Rosillo) y la neoimpresionista (Trapiello). La poesía experimental, de carácter más minoritario, acogería corrientes neosurrealistas y neopuristas fundamentalmente. Tal división responde a dos maneras básicas de entender la poesía: como mimesis o como construcción autónoma. La poesía mimética se acerca a la tradición, la asume y, dentro de ella, elabora sus composiciones en un lenguaje convenido, “hecho”, pactado (de ahí el “éxito” social), en busca de la claridad expresiva y del lector complaciente. La poesía experimental, en cambio, respeta la tradición, pero experimenta con ella; el lenguaje es su campo de maniobras; busca el sacudimiento de la conciencia y el estímulo de la inteligencia; la realidad no está más allá del poema, que se concibe como universo autónomo y exento; en esta corriente se reconocerían poetas como Miguel Suárez, Olvido García Valdés, Ildefonso Rodríguez o Eloísa Otero.
Entre una y otra parcela circulan otras poéticas de no menor calado, como, por poner algún ejemplo, la que podemos llamar poesía metafísica o trascendente, pues las cosas –y las propias palabras- son únicamente el punto de arranque para trascender hacia más hondos significados (J. L. Puerto, Vicente Valero) y la que podemos denominar “poesía intimista” por su atención preferencial a la propia intimidad, a las emociones propias: en esta corriente se reconoce la poesía de Amparo Carballo.
José Enrique Martínez
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de León
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